martes, 22 de septiembre de 2009

La casa mágica

Montados sobre unos bisontes de lámina y fierro cruzamos la Sierra Madre del Sur, llena de laberintos salvajes, caminos encontrados, encrucijadas, curvas interminables y precipicios sin fondo, recorriendo cada una de sus temibles y feroces montañas, rodeados de lluvia y niebla desafiando a la más oscura de las noches.

De pronto hubo una tregua, el camino dejó de ser fangoso y pesado, los árboles recogieron sus raíces y ramas, las veredas se abrieron de nuevo dejándonos llegar hasta nuestro destino final.

Ahí, frente al mar todo fue diferente, sentí un gran alivio, no sólo por aquellas largas horas de intensa lucha dentro de la Sierra, sino por todo el camino recorrido hasta ese momento pues la batalla llevaba mucho tiempo. Me detuve justo donde no pude dar un paso más cayendo de rodillas sobre la arena, respiré profundamente dejando que el aire fresco entrara por mis pulmones limpiando y renovando mi interior. El mar rugía desde adentro, el viento soplaba fuerte haciendo que las olas se levantaran muy altas dejándose caer con toda su fuerza una tras otra, el agua recorría la arena ferozmente hacia nosotros y de pronto se desvanecía al borde de nuestros pies dejando un estremecedor rugido de burbújas , las nubes escondían celosas a la Luna que por momentos se escapaba, la luz del eterno faro que guía y nunca se apaga iluminó toda la playa, sonreí pero también tuve ganas de llorar, no estaba solo, nunca lo estaría.

Vagamos por la calle de lo que parecía un pueblo agazapado en medio de la noche, fuimos hacia un farol que apenas alumbraba en una esquina, al pasar por ahí la tenue luz dejó ver un pie lleno de arrugas, las sombras envolvían a un hombre viejo sentado en un tronco de madera que tejía una cuerda con sus manos, sobre su cuello colgaba un gran collar de conchas blancas enredado en un escapulario y un sombrero de paja cubría su cabeza a penas dejando ver unos hilos de cabello lacio y fino que resbalaban por sus hombros, era el Artesano, mencionado por Pablo en sus cartas.

Dimos la vuelta a la izquierda y comenzamos a subir una cuesta, las piedras debajo de mis pies también se movían, parecían dirigirse a algún lado. De las casas de junto salían pequeñas luces que nos dejaban ver un poco mejor, de repente, nos detuvimos frente a una gran oscuridad, a penas se alcanzaban a ver las sombras de las ventanas y puertas. Miré hacia abajo, las piedras se detuvieron amontonándose al principio de una escalera, poco a poco volví la vista hasta ver más arriba donde sobre una lomita había una camioneta blanca debajo de un árbol, la señal de que habíamos llegado a “La casa Mágica”.

Caminé unos pasos hacia la puerta principal viendo que en el suelo había unas cuantas cartas y estaba cerrada por un candado, de pronto escuché murmullos, voltee rápidamente pero no había nadie, pequeños pasos rápidos del otro lado, gire de nuevo y nada, el gran silencio que nos rodeaba solo era quebrantado por el canto de los chapulines. Pablo no respondió a mis llamados pero no le di importancia, ya estábamos ahí, solo quería un lugar donde pasar lo que quedaba de noche.

Mis ojos apenas se abrieron al contacto de la luz que entraba por los resquicios de la habitación, me abracé fuertemente a ella haciéndola despertar dejando que me diera un bonito regalo al sonreír y estremecerce en mis brazos. Fueron saliendo los demás de la otra habitación asombrados por lo que teníamos enfrente. Javier y yo salímos corriendo hacia la playa, no había por qué esperar más para volver a sentir de nuevo esa sensación de tener la arena entre los pies, el agua subiendo y adentrarnos de golpe en una de esas olas llenas de burbujas que rodearon cada centímetro de nuestro cuerpo.

San Agustinillo de día era otro lugar, dejó de ser sombrío y vacío para convertirse en un lugar lleno de vida y colores. La casa Mágica también tenía otro aspecto, era una cabaña de madera, la camioneta seguía ahí, que ya era parte del árbol y de la tierra. La puerta principal seguía igual con el candado y la correspondencia tirada, pero vi que la escalera de piedra terminaba en otra puerta, igualmente cerrada, estuve unos segundos en plena confusión pues ayer no había visto nada de eso, y muchos detalles que ahora salían a la luz.

Mis amigos ya iban de bajada resignados cuando de pronto un grito los hizo darse la vuelta, esta vez la casa dió una respuesta; entonces ocurrió, la casa cobró vida, el aire sacudió el techo y los árboles, las ventanas comenzaron a abrirse mediante un sistema de cuerdas y poleas, y se escuchó un garrasposo grito.

Brincamos por una ventana para entrar en la casa, - ¡Dios, cuanto has crecido!- decía Pablo dándole un trago a una botella mientas bajaba por las escaleras. Dejó la botella de vodka sobre la mesa y me dio un fuerte abrazo. Recordé la ultima vez que lo vi en el funeral del abuelo seis años atrás. Un joven alto y bien parecido, Biólogo Marino de profesión. Estaba claro que, quien estaba frente a mi no era ese joven sino un hombre de pelo largo y barba crecida, había dejado los pantalones de corte por un pareo y nada más, sus pies caminaban descalzos olvidando los zapatos caros, las camisas polo fueros sustituidas por las de algodón con mangas o sin ellas, algunas con frases célebres como; “Otro mundo es posible”.

-Te esperaba el año pasado- me dijo un poco más lucido.
Y era cierto, tuve que haber llegado antes, saludó muy amable y sonriente a todos los tripulantes del viaje como si los esperara a ellos también, en esos momentos no entendíamos que no era una mera coincidencia que estuviéramos ahí justo ese día en que los relámpagos de la tormenta que estaba justo sobre nosotros se conjuraran para abrir de nuevo aquella puerta que permanecía cerrada tal y como lo dicen las tortugas del invierno. Se paró justo en medio del círculo que habíamos hecho inconscientemente, viendo hacia el mar y levantando la botella de vodka nos dio la bienvenida:
-¡La casa Mágica está abierta!- una bienvenida que nunca olvidaremos.

Se que mis amigos probablemente lo tirarían de loco o de borracho, y no estarían equivocados, pero dentro de mí sabía que algo había ocurrido de verdad. Bajamos por nuestro equipaje, antes de salir, del jardín nos cayó un garrafón vació, la casa lo había echado hacia nosotros o Pablo, alguien quería agua ahí dentro.

Nos instalamos en la sala que parecía lo más habitable de la casa, conclusión a la que llegamos después de indagar por el lugar, donde en el primer piso estaba la cocina-bar, la sala de juego y la de estar, y en el segundo las habitaciones que, o eran ya ocupadas por avispas y más colonias de bichos he insectos, o por Pablo que, parecía no diferenciarse entre los "otros habiantes", así que aplicando un poco de democracia y sentido común, optamos por armar el campamento en la parte de abajo, un error, digno de novatos, que por la noche nos pasó factura. No caímos en que las intensas lluvias inundarían el primer piso y nos harían navegar en medio de la tormenta sobre las tiendas de campaña y los sacos de dormir, Ema y el Zamors en un colchón tamaño kinder garden donde los dos se habían entrepiernado para dormir.

La casa estaba de pie, pero era un desastre, estaba invadida por la selva y dejada al paso del tiempo sin ninguna intención de darle una manita de gato. Normal que el refrigerdor llevara años cerrado, practicamente clausurado; quien sería el valiente en abrirlo y dejar escapar al alien qe seguramente ya se había recreado ahí dentro, o el baño resultara una cosa inaceptable para las féminas del grupo, incluido el Ema. La mesa de billar era lo más cuidado de la casa y por que algún listo se le ocurrió cubrirla con una sábana.

Encontramos las ruinas de lo que había sido un albergue, un hostal, o una casa de acogida para mochileros. Pablo era el guardian de aquellos restos que habían sido levantados por un viejo canadiense que encontró en Mazunte la mejor manera de descansar y pasar sus últimos días, lamentablemente un accidente adelantó ese día al que nadie quiere llegar (salvo excepciones) y dejó la "casa mágica" bajo el resguardo de su amigo.

Caminamos por la playa entre arena y agua, había rocas incrustadas dentro del mar, por el otro lado nos escoltaba la montaña llena de frondosos árboles. La vista era excepcional, llegamos a un punto donde ya no podíamos seguir a pie, tendríamos que nadar o empezar a subir la cuesta, decidimos seguir a pie y subir hasta la carretera donde pasaba más gente, era como un tapiz colorido entre gente nativa y turistas, varias razas, muchos colores, algunos en bicicleta, mochilas al hombro, morrales o sin nada, como nosotros.

Pablo nos llevó al pequeño restaurante donde trabajaba, una palapa a pie de playa. Había una cocina con una señora haciendo de comer, una barra con algunas botellas y vasos, abajo una hielera llena de la que dicen es "la bebida de los dioses", muchos cartones vacíos de un lado y otros llenos por el otro, algunos perros que se nos acercaron no mas vernos llegar, había un grupo de españoles sentados en una mesa a los que saludamos, nosotros juntamos dos mesas y nos acomodamos con la vista frente al mar, era justo la hora de comer, una niña nos tomó la orden que estuvo muy variada entre tlayudas, pescaditos fritos y mojarras.

Pablo nos presentó como sus sobrinos con la gente de ahí, conocimos al Berni quien hacia las funciones de salvavidas aunque Pablo me advirtió que su labor terminaba a las 6 de la tarde, si nos metíamos al agua después de esa hora no habría nadie para sacarnos en caso de que fuera necesario. Unas horas después cuando lo vi acabándose un cartón de cerveza el solo entendí por que.

El sol pegaba duro sobre la playa pero las grandes hojas de palma sobre el techo nos cubrían, el ambiente estaba inmejorable, la comida deliciosa, de fondo se escuchaba a Led Zepellin y Pablo hacia gala de su gran sentido poético y filosófico, nos reíamos de sus anécdotas y de nosotros mismos.

Después de la comida nos acercamos más al mar, armamos la rigurosa cascarita y en un gol "Brandon Ema" y " Sa-Sa Zalsamors" probaron la furia del agua al festejar un gol yendo hacia las olas, grave error. Hasta el perro le dolía la panza de tanto reir al ver el tremendo arrastrón que se llevaron.

Caía la tarde y sentados en unas sillas de madera vimos como poco a poco el sol se sumergía dentro de las aguas oscureciendo al cielo.

En las mesas del lugar pusieron velas, su luz fue lo único que iluminó aquella noche, no había más que la imponente dignidad del fuego extinguiéndose lentamente derramando pequeñas estrellas fugaces de cera y la sabia tranquilidad de un viejo mar a punto de ir a dormir. Esa austeridad que no tenemos en la ciudad donde vivimos y que al estar ahí se nos hace algo fantástico cuando sigue siendo la misma luz de la noche pero vista desde otro punto, uno que por lo general olvidamos, a pesar de que esta sea la auténtica luz de la vida.

La noche cayó y la pasamos en “La buena luna” Pablo conocía el encanto del lugar en noches como esa, donde se reúne la gente para bailar y estar, dejando a un lado cualquier conexión con el mundo exterior, esa humanidad rencorosa y egoísta que está detrás de las montañas, una barrera natural que divide este maravilloso mundo con aquel otro de donde venimos todos.

Así dejamos que “Time” y su reflexiva visión sobre el paso del tiempo “And then the one day you find ten years have got behind you, no one told you when to run, you missed the starting gun” nos hiciera seguir las elípticas notas de Gilmour, o simplemente apostáramos por el rock and roll invocando a los Héroes del silencio.

Canciones que nos recordaban diferentes momentos de nuestras vidas, y que tendrían un nuevo capítulo mezclándose con el suave sabor de una cerveza que, sin duda, sabe muy diferente lejos de ahí, con el ir y venir de letras, palabras, frases, conversaciones que nos hacían estar bien, cada quién con sus recuerdos, sus motivos y razones, la inesperada coincidencia o la soñada casualidad, pero estábamos ahí, lejos. Lejos de nosotros mismos.

Una vez más frente al mar. Cuantas olas guarda ya mi cuerpo, cuanto tiempo se tarda uno en volver. Hay gente que ya no mira atrás y borra el camino, que se queda porque aquello simplemente le llena la vista. Las olas seguían yendo y viniendo cubriendo la arena y dejando pequeños instantes del universo ante nosotros. Empezaba a amanecer, de pronto el viejo mar soltó una gran oleada y se llevó sus secretos de nuevo a las profundidades, di media vuelta y empecé a caminar de regreso a casa.

Viaje a Mazunte. México 06

Sujeto a espacio

¡Adelante! -dijo la señorita del mostrador-. Caminé presintiendo lo peor.

Había echo el recorrido de la casa de Ana al aeropuerto sin ningún tipo de inconveniente. Me iba prácticamente en vivo, ni chance de echarme un coyotito antes de irme, sabía que si dormía no me despertaría ni un volcán, ya tendría tiempo en el avión de dormir todo lo que quisisera. Un baño con agua fría, dos huevitos estrellados con pan y la última Mahou que quedaba en el frigo me apasiguaron la cruda producto de "mi despedida" la noche anterior.

Dejé el departamento limpio y ordenado, una nota de agradecimiento para Ana y la puerta la cerré como si cerrara uno de los capítulos de mi vida. El tiempo lo llevaba más que controlado, lo suficiente como para ir caminando plácidamente por los pasillos del metro, luego fueron los del aeropuerto, con mi mochila montañera en las espaldas. Me despedía de Madrid, en cada aliento trataba de quedarme con ese aire y llevarlo conmigo siempre, porque la primera vez nunca se olvida.


El primer escalofrío lo sentí al ver tanta gente en el mostrador de Aeroméxico, había mucha más de la que creí. Unos cuantos mochileros acostados en el suelo con todas sus cosas, otros sentados en las mochilas, vasos desechables de café, revistas y bolsas de comida sobre el piso, eso era un auténtico camping. Rápido me formé en la fila con boleto y pasaporte en mano, no quise averiguar ni peguntar, los murmullos de la gente decían cosas pero no quería saber nada, hasta que me llegó la hora y la señorita del mostrador me confirmó mi mal presagio.

No hay vuelos hasta el veinte –dijo- con el rostro serio y esperando a que respondiera pronto mirando por detrás de mí donde continuaba una larga fila que fue creciendo sin darme cuenta.
Estábamos a tres y las agruras me estában quemándo la garganta. ¿Alguna alternativa? –Pregunté con la voz entre cortada- y sintiendo mi sudor resacoso deshielandose por mi cuerpo. Pues no, -dijo-, fue un contundente NO. Salvo alguna cancelación de última hora, pero hay mucha gente antes que usted. Después de esa respuesta no había más vuelta que darle. Me retiré del mostrador cabizbajo, con ganas de vomitar, preocupado por mi situación, tragué saliva sin saber que haría ahora, qué sería de mi, ...y ahora quien podrá ayudarme... pero esta vez ni el chapulín podría salvarme.

Dos pasos más adelante se me acercó una chica con papel y bolígrafo en mano, ¿Quieres anotarte en la lista de espera? –Dijo- sin más rodeos, ni saludos protocolarios. Mi rostro decía mucho más que cualquier respuesta, vi la hoja que traía, uno de los lados ya estaba repleto de nombres y el otro iba a la mitad. -¿Cuántos son?- pregunté lo más sereno que pude, somos 102, (cualquiera se viene abajo) Sentí como si me dieran un gancho preciso en todos los riñones y me reventaran un balde de agua fría en la cabeza, pero los golpes apenas empezaban.

Solté un gran suspiro, la chica sonrió como burlándose de mi situación (quizá malinterpreté el gesto) -tranquilo ya no puede estar peor- dijo en un tono relajado y entre risas. Era claro que estábamos en situaciones diferentes y me la pasé unos segundos en silencio maldiciendo a ella y a todo el mundo por lo que estaba pasando, pero guardé la calma y pude mantener el tipo. –Sólo tienes que cooperar para que te guardemos el lugar- enfatizó justo antes de que plasmara mi nombre en la hoja, ¿Qué? –quise pensar que había escuchado mal-. Sí, -continuó cínicamente-, pedimos una cooperación voluntaria de "mínimo dos euros" para guardarte el lugar. Al instante me detuve y sonreí, nunca pensé que pudiera sonreír ante aquel caótico momento.

Me carcajee lo más que pude, de pronto las carcajadas salían con rabia haciendo que la adrenalina me subiera hasta la cabeza, y entonces ocurrió; le arrebaté la hoja rompiéndola en mil pedazos mientras la baba me escurría por la boca entre mentadas de madre y maldiciones al más puro estilo chilango. De pronto sentí empujones, puños y patadas, yo empecé a repartir a diestra y siniestra, la chica salió volando después de un tremendo empujón propiciado por mi furia y a la señorita del mostrador le destrozó la nariz una backpack arrojada por algún desquiciado. Mi cabeza se fue a golpe de chivo contra otro malnacido y caimos al suelo enredados a golpes, para su mala suerte quedé yo arriba y su cara besó el suelo repetidas veces botando pedazos de dientes y sangre regada. Volaron maletas, ropa, y me reventaron una botella en la nuca que lo único que hizo fue abrir el gas ante el fuego que ya tenía encendido en cólera. Sólo sentía los huesos rotos de quien sabe quien en mis nudillos y codos. Se había armado una campal brutal ante los ojos incrédulos de la gente que iba pasando con sus carritos y los que se encontraban en otros mostradores, estos se apartaron haciendo un rondo cual “mosh pit” metalero mientras los policías, con macanas en mano, se acercaban rápidamente a nosotros, grave error.

De qué te ríes -preguntó la chica-, Vas a cooperar o no. Mis ojos volvieron en si, tuve que ser lo más pacífico posible. Lo siento, -dije-, no traigo dinero, le devolví la hoja y el bolígrafo.
La cruda me hacía estragos en el estómago y me indignó de sobre manera ver como un grupo de hijos de la chingada, en la misma situación que yo y mucha más gente, se habían apropiado de la lista de espera, y aún más, organizados como auténtica mafia, pedían una “cooperación voluntaria” mínima de dos euros (pero que estupidez es esa) para ocupar el lugar siguiente. Cómo desee haber explotado en ese momento.
Mi sonrisa continuó durante unos minutos, seguí alejándome del mostrador hasta que me recargué abatido en una columna dejando caer mis veinte kilos de mochila al suelo viendo aquel montón de personas alrededor del mostrador y los que hacían fila sin saber la caótica situación o queriendo saber cuando iban a poder regresar a casa.
Tomé aire con la certeza de que no me iba a poder ir pronto, eso lo tenía más que claro. Por mi mente empezaron a pasar todas las cosas que se estaban cocinando del otro lado del charco; entonces dejé de sonreír. El trabajo y las deudas que tenía (que se subsanarían de esos trabajos) era lo que más me preocupaba.

"Que onda mi hermano, escuché que te vas a dar el roll por las Europas, me dijo Juan entre empujones y con una caguama en la mano. The hand that feeds, retumbaba por todas las paredes de la casa del Chipo. Si, me voy un rato, a ver que se cuece por esos lares -le dije-. ¿Y cómo andas de varo? Dicen que sale cariñoso brincar el charco, -peguntó- jalándole las patitas al diablo. De pronto pasaron Mónica y Susana frente a nosotros y fue inevitable no voltear a verlas. Voy bien, -dije- entre el caminar gitano de Susana y las risas tontas de Juan, tomé la caguama y le di un buen trago".

Pero la realidad es que mi presupuesto comprendía la lana que me habían dado por mi lap top, el generoso préstamo otorgado por mi padrastro y que tenía que empezar a devolver rigurosamente tal día, y lo demás, lo conseguiría mediante la tarjeta de crédito. Me había planteado una estrategia para retirar una cantidad razonable cierto día que se ajustaba con mis tiempos de viaje y así poder ingresar la lana antes de un mes para que no me empezaran a cortar los dedos, todo esto porque ya tenía casi cerrados unos asuntos que se harían realidad no más pisar de nuevo el añorado DF.
Ya en el viejo continente, el presupuesto me lo fuí gastando de acuerdo al plan, llegue a los últimos días bastante bien de lana pero al final me entró la eufória en los bares y las fiestas, y me lo quemé todo un día antes en mi "despedida" con unos paisanos, desestimando cualquier imprevisto. No podía salir nada mal.

"Pidanse otras chelas yo invito, total me voy mañana, ya pagaré cuando llegue, y ahí se fueron los últimos euracos. El bar de Malasaña estaba lleno, fuí con el Juancho, la Rata y Carbajal unos mexicas amigos de Ana, bien cotorros. Había guardado un poco de dinero para comprarle recuerdos a mi familia y lo necesario para ir al aeropuerto, pero total, era la última noche y yo que andaba reconquistando la madre patria tirando el rostro, porque no más me encarrilaron a Luz, una amiga de las amigas de mis paisanos y terminé dejándole ir todo el !v... iva México! bailando cha cha chá entre las sábanas de una cama desconocida".

La aventura estaba cantada, todo iba de acuerdo al guión, me la había pasado de lujo, mi primera experiencia del otro lado del charco era memorable y digna de contarse con unas frías entre los cuates. Salvo el asunto de regresar a casa, de tener un boleto sujeto a espacio y querer subirme al avión en pleno agosto.